Diario de un cáncer de colon II: Contraluz

10.09.2021

Cuando me dijeron que iban a tener que operarme por tercera vez me explicaron que se trataría de una intervención sencilla, como operar hemorroides, aunque quien ha sufrido esa operación sabe que puede que sea sencilla para los cirujanos pero quizá no tanto para quien la sufre. Deseaba ir al quirófano de buena gana pero tenía terror al pos-operatorio. Mis deposiciones eran ya dolorosas y complicadas (lo que convertía comer en una ardua tarea). "No creían que iba a tener más dolor del que había tenido ya", pero ¿cómo iba a ser exactamente ir al baño, con ese nuevo corte? Era miedo; no era real, lo sabía, pero muy poderoso.

Este terror fue lo que me precipitó a un punto de inflexión, sumadas otras circunstancias previas que había mantenido más o menos a raya: el cansancio con casi un año de lucha con dolores y más dolores, la posibilidad de otros tumores y más operaciones y quimioterapia, y no saber ya en todo este tiempo, con escasa autonomía, separado de mi mundo cotidiano, quién era yo ni a dónde iba. Sin embargo, en aceptar eventualmente esta realidad misma encontré una fuerza extraordinaria que me ayudó a ver lo que sí podía hacer. Habiendo tocado fondo, podía insistir, con una testarudez extrema, en "pasarlo bien", en sufrir lo menos posible, en alzarme con elegancia y gracia pese a todo, aunque tuviera dolor a veces, y a veces todo se desmoronara a mi alrededor. ¿Cuánto podría alzarme desde el fondo? Mucho más de lo que había imaginado.

Con esta actitud me fui con dos de mis hermanas a Menorca, una de las islas Baleares en el Mediterráneo, apostando por todo. No sabía cómo iba a irme el vuelo, cómo me las arreglaría en un lugar desconocido, ni cuánto iba a poder disfrutar de la isla. Curiosamente, una vez allí me encontré en uno de nuestros paseos, de Cala Baldana a Cala Maraquella, un testimonio de "testarudez" en la naturaleza que me recordó a mí mismo: un pino alto, delgado y retorcido, de tronco suave y cálido al tacto, que crecía directamente de una gran roca sobre el camino. Una gota de resina de olor dulce y sutil nos informaba de su voluntad y su vitalidad en aquella insólita ubicación.

Menorca es un lugar paradisíaco y creo no se exagera cuando se habla del "Caribe en el Mediterráneo", con aguas de azul añil imposible alternando con otras menos profundas verde-azul turquesa. No solo cuenta con multitud de especies marinas sino también con algunos humedales que dan vida a patos, fochas y otras aves, en una tierra con olor a pinos, a coca marina y a salsona, que lo impregna todo hasta donde llega la vegetación. Los roquedales ocres que a veces recuerdan a un paisaje volcánico son también deslumbrantes. No lo digo muy alto, pues una de sus ventajas indudables fue que, aunque había gente, no me pareció un lugar demasiado masificado sino caracterizado por un turismo más ecológico en el que a menudo los aparcamientos no están a pie de playa (fantástica idea) y se camina de cala en cala, y hasta de faro en faro. Y yo caminé, sí, señor, no tanto como me habría gustado, pero caminé.

Hasta mis deposiciones en este paraíso fueron más sencillas. Recuerdo que cerca de uno de esos faros, el far de Favàritz encontramos una calita de rocas. Entre anémonas, peces verdes transparentes, cangrejos y quisquillas, pude hacer lo mío. Me metí en el agua, me agarré de dos salientes y puse los pies contra una pared de roca mientras mi cuerpo quedaba sumergido. A los peces no les importaba y se dieron un festín con mis deposiciones: Por fin sin dolor, sin apenas esfuerzo, con el agua amable como bálsamo en mi sufrido ano e intestinos. ¿Mencioné además que estábamos absolutamente solos? ¿Qué más podía hacer el universo para acomodar mis necesidades?

El terror de días atrás quedada sumergido, diluido en la vastedad de este océano. No eliminado ni apartado, sino incluido, porque entiendo también que este terror creaba un agudo contraste con cuanto me rodeaba que me ayudaba a apreciar aún más la cristalina brillantez de este paisaje. La luz cegadora del Mediterráneo, inevitablemente, produce sombras muy pronunciadas. Me consideré en esos momentos, con todo mi equipaje y con mis dolores y, defecando en el agua, el hombre más afortunado del mundo. Vivía un instante perfecto a pesar de, y con, sus imperfecciones, y también sabía que podría volver a encontrar esa sensación en otros espacios y momentos. Ese lugar, ese instante, requería que yo lo reconociera para vivirlo en toda su intensidad, y podría volver a hacerlo en otros contextos menos obvios. Así, con el mar, el sol, y este festival para mis sentidos, se coló aún más en mi alma la "todopoderosa" esperanza, que es una forma de amor que lo entiende todo y lo ama todo, que vence al terror; en mi caso al terror de la próxima cirugía.

También sé ahora que estas experiencias me estaban ayudando a construir un mejor "escenario" mental, un contexto más amable en el que podía comunicar la noticia de mi nueva cirugía a familiares y amigos y escribir sobre esta terrible experiencia (liberándome del "bloqueo"). Alrededor de la época de este viaje, tratando de mantener este estado mental, que a veces poseía y a veces se iba pero volvía, fui dándole "las malas noticias" a mi familia y amigas/os. Como decía en el artículo anterior, sabía por experiencias anteriores que mi talante influía muchísimo en el de otras/os, y el suyo en el mío. Una vez más pude comprobar cómo hacían suya mi calma y cómo su calma era el bálsamo que yo necesitaba para no perder la perspectiva más grande y bella de todo este paisaje. Tener esta visión más verdadera de las cosas, que no negaba todos sus matices, era lo único que podía darme el poder real y auténtico para enfrentar lo que iba a tener que enfrentar.

Foto: Cala Maraquella, Menorca, cortesía de mi hermana Elva